Albert Einstein escribe una carta al presidente Roosevelt en la que le advierte que la Alemania nazi podría estar desarrollando un arma nuclear y sugiere que EE.UU. debe adelantarse

Se conocían de los años 20 en Berlín, cuando juntos patentaron un modelo de nevera que trataron de comercializar sin éxito. El húngaro había ido a Long Island a pedir ayuda. Los alemanes habían logrado la fisión del uranio y Szilárd, que investigaba la reacción nuclear en cadena, entendió que era el primer paso para fabricar armas atómicas. Quería alertar antes de que los nazis, que ya tenían Checoslovaquia, se hicieran con más minas de uranio. Pero necesitaba a alguien con el prestigio de Einstein –Nobel desde 1921, ya era el científico más famoso del mundo– para que los que mandaban le escuchasen. Einstein se asombró –“¡Nunca se me había ocurrido!”, exclamó sobre la reacción en cadena– pero entendió rápidamente lo que estaba en juego y aceptó enviar una carta a Franklin D. Roosevelt. Dictó una primera versión en alemán y Szilárd redactó el texto definitivo en inglés. Lo más difícil, y en eso también ayudó, fue encontrar a quien entregase la carta. Primero pensaron en Charles Lindhberg, piloto del primer vuelo transatlántico en 1927, sin saber que había sido condecorado por Göring y era partidario de que EE.UU. dejase a los nazis tranquilos.
Finalmente el emisario fue Alex Sachs, economista de Lehman Brothers y amigo de Roosevelt. En la misiva, fechada el 2 de agosto en Peconic, Long Island, Einstein explicaba al presidente de EE.UU. la posibilidad “en el futuro inmediato” de que se use uranio para hacer “bombas extremadamente poderosas”. El apocalipsis: “Una sola de estas bombas, llevada por un barco y explotada en un puerto, podría destruir el puerto por completo, así como el territorio circundante”. EE.UU. debía asegurarse el suministro de uranio y “acelerar” la investigación nuclear. La firma de Einstein funcionó.
Diez días después de recibir la carta, nacía el llamado Comité Briggs, considerado el germen del proyecto Manhattan que desarrolló la bomba atómica. “La carta no es una anécdota. Convenció a Roosevelt de que había que actuar”, señala Cindy Kelly, presidenta de la Fundación por el Patrimonio Atómico, que vela por la memoria del proyecto Manhattan. Sin embargo, ve “una exageración” llamar a Einstein padre de la bomba: “Su participación en realidad fue muy marginal”. De hecho, quedó fuera del proyecto Manhattan. Su colaboración fue puntual: en 1941 le pidieron ayuda para un problema teórico, que resolvió en dos días. Einstein nunca mostró interés en entrar pero tampoco hubiese podido. El FBI lo había vetado. Hoover le creía un “riesgo para la seguridad” por su pacifismo y supuesto filocomunismo. La carta de 1939 acabaría siendo un clavo para Einstein. En 1945, con Alemania a las puertas de la derrota, el científico volvió a escribir a Roosevelt. Le pedía que hablase con Szilárd, que (él sí) trabajaba en el programa Manhattan y estaba igual de alarmado con la posibilidad de que Estados Unidos acabase utilizando el arma nuclear.
Esta última carta fue escrita en marzo. En abril murió Roosevelt. “Einstein nunca quiso que la bomba se lanzara –asegura Neffe–. Trató de impedirlo pero, como en una tragedia clásica griega, la carta nunca fue leída. Truman la encontró cerrada en el escritorio de Roosevelt”. Las bombas se arrojaron. Un día después de Nagasaki, se publicó el informe Smyth, relatando cómo se habían fabricado en secreto. Para amargura de Einstein, se daba mucha importancia a la carta de 1939. “Su papel fue resaltado, seguramente porque su nombre daba legitimidad –apunta Kelly–. Y la prensa se agarró al tema”.
La portada de Time le sentó fatal, como otra de Newsweek . “Recibía cartas llamándole asesino. Fue una mancha que nunca logró limpiar ”, dice Neffe. Escribió a una revista japonesa que le preguntó cómo fue capaz e insistió en que siempre había sido un pacifista y que sólo la posibilidad de que los alemanes lograran la bomba le hizo firmar la carta: “No veía ninguna otra salida”. Con el paso del tiempo y más perspectiva, muchos historiadores creen hoy que la bomba se hubiese inventado igualmente sin la carta, pero quizá EE.UU. no habría llegado a tiempo para usarla en Hiroshima y Nagasaki. El científico se lo llevó a la tumba. En 1954, cinco meses antes de morir, le dijo a un amigo: “He cometido un gran error en mi vida: firmar esa carta”.